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Prácticas de Agricultura Regenerativa

La agricultura regenerativa se despliega como un cristal fracturado en la calidez de un atardecer, fragmentos que reflejan múltiples realidades y perspectivas aún no del todo alineadas, como si el suelo mismo bailara al ritmo de un jazz antiguo y olvidado. No es una simple práctica, sino un proceso alquímico donde la tierra gana alma y memoria, como si las raíces poseyeran una conciencia propia, susurrando historias enterradas bajo capas de monocultivos que alguna vez parecieron la perfección. En este escenario, el cultivador deja de ser un dominador y pasa a ser un idiota útil, un custodio accidental de un ecosistema enroscado como un nudo de pescador, que busca su reconstitución a través de actos que parecen tan insólitos como cazar estrellas en un río seco.

Para entender el alcance de estas prácticas, basta con observar casos como el de la granja de Regenerative Earth en Australia, donde la topografía se convirtió en un lienzo, un caos controlado que desafía la lógica de las líneas rectas y el control absoluto. Allí, en medio de tierras que parecían destinadas a la desesperanza, se aplicaron técnicas de rotación intensiva, incluyendo la introducción de cultivos complementarios con un criterio que podría parecer más propio de un pintor abstracto que de un agrónomo: legumbres que imitan mapas topográficos, raíces que perforan el subsuelo como si buscaran planetas lejanos. La práctica, acompañada de la siembra de árboles en puntos estratégicos, aseguró un proceso de captura de carbono que funcionó como un acto de espionaje contra la decadencia. Susan y David, quienes adoptaron este método tras un ciclo de insuceso con fertilizantes químicos, comprueban que no hay mayor alquimia que convertir tierras muertas en viveros de vida con solo girar la perspectiva, como un centauro que cambia de torso para entender mejor las estrellas.

El concepto de "equilibrio" en esta revolución agrícola, suele ser más un chiste mordaz que un objetivo, porque en la naturaleza, nada está en equilibrio absoluto; todo es un movimiento constante de desequilibrio que, lejos de ser destrucción, parece ser la condición necesaria para la creación de algo nuevo, como una luna que intenta eclipsar su propia sombra para emerger más luminosa. La incorporación de animales en estos sistemas, por ejemplo, no sigue la lógica de una economía de producción, sino un acto de sincronía biológica, donde vacas y gallinas no son recursos sino colaboradores involuntarios en la sinfonía del suelo vivo, una orquesta que improvisa entre raíces y microorganismos. En un caso testimonial, una finca de Manitoba fue convertida en un mosaico de praderas, humedales y estaciones de descanso para insectos, donde los insectos, en su papel de mensajeros cósmicos, acabaron siendo la clave para revitalizar un suelo que parecía destinado a la inacción irreversible.

Uno de los programas más disruptivos, aunque menos sonados, es el de los agricultores urbanos que, en una especie de venganza contra las urbes, construyen jardines en azoteas que producen más que alimentos: producen resistencia, como si cada pimiento, cada lechuga, fuera una declaración de guerra contra la lógica de la escasez y la contaminación. Estos pequeños oasis no solo retan la monocultura industrial, sino que se convierten en laboratorios habitados por microorganismos que parecen tener la edad de la Tierra, trabajando en engranajes invisibles para devolverle al suelo su ritmo ancestral. El caso de Diego, en Caracas, donde unas terrazas convertidas en junglas de especies autóctonas lograron reducir la presencia de contaminantes en el aire y aumentaron la humedad en medio de un caos urbanístico, muestra cómo una práctica marginal puede convertirse en un acto de resistencia ecológica con implicaciones para organismos que ni siquiera conocemos aún en su totalidad.

La agricultura regenerativa no es un mapa, sino un laberinto orgánico donde las reglas principales son la adaptación y la observación. Es tener la osadía de tratar al suelo como un amigo caprichoso, que no responde a órdenes sino a caricias que despiertan su capacidad de regenerar. La ciencia todavía está en pañales respecto a entender ese intercambio tan íntimo, pero experimentos concretos, como el de la granja de Lukes en Nebraska, demuestran que confiar en los procesos naturales y en la inteligencia oculta del sistema puede producir pepitas de oro ecológico. La idea de volver a una práctica agrícola que parezca un acto de magia en medio del agotamiento parece una locura, pero quizá es esa locura la primera chispa necesaria para inventar un futuro donde el suelo no sea solo una cama de cemento para sembrar dinero, sino un organismo vivo y consciente que respira y reafirma su derecho a la existencia misma.